La semana pasada hablaba yo de elecciones y decisiones (aquí, por si andáis despistados).
De cómo aquellas cosas que elegimos hacer, o no hacer, diariamente, suponen la diferencia entre una vida grande y una vida pequeña.
Seguramente, haya gente pensando en que a veces nos suceden cosas que, en principio, no hemos elegido: enfermedades, accidentes o que nos toque la lotería.
No pienso meterme en este fregado, pero ¿seguro que si vamos conduciendo con dos copitas de más no estamos eligiendo?
Insisto, no voy a meterme en este fregado.
Bien, ahora mismo están sonando unos cuencos tibetanos en mi móvil ¿por qué? Pues porque tenía que parar la mente para escribir esta entrada.
He elegido.
Quería escribirla ahora y la manera de hacerlo pasaba por respirar y observar.
Meditar lo llaman algunos.
Ya sabéis, si me leéis habitualmente (más os vale, guiño-guiño) que yo soy muy fan de la meditación.
Y no, no soy ninguna experta.
Igual se me da pelín mejor que a la media que no lo practica, pero eso es obvio ¿no?
¿Qué digo siempre que hay que hacer para mejorar?
Xactamente, practicar.
Hace poco vi un pequeño corto explicando en qué consiste la meditación.
Bien.
La meditación, simplificando, se trata de ver el tráfico de pensamientos pasar, cual jubilado observando las obras.
No se trata de que no haya tráfico.
No se trata de pararlo.
Tampoco se trata de ir entre el tráfico, agobiado y sin saber muy bien que salida tomar.
No, no, no.
Se trata de sentarte y observar.
A veces, sucede que, te ves otra vez en mitad del montón de pensamientos.
No pasa nada.
Vuelves a sentarte a observar.
Y, qué pasa cuando observas.
Pues que miras.
Obvio.
Acabo de descubrir el fuego y la rueda a la vez.
No, en serio.
Miras y ves.
Si el tráfico va fluido.
Si hay demasiados pensamientos negativos.
Si es un caos y tu cabeza se parece al centro de Nueva Delhi…

Y ahí, observando, es cuando el tráfico va volviéndose más ordenado y surgen las ideas, la creatividad.
¿Por qué?
Pues porque hay sitio para ello.
Si nuestra mente está saturada, sólo pueden pasar dos cosas: o que se queme o que se desconecte.
Ambas fatales, pero de todo se sale, que diría aquél.
Te sientas, pones unos cuencos tibetanos de fondo y respiras.
Si sólo aguantas un minuto no pasa nada. Es normal.
Según vayamos parando, nuestra mente va a empezar con su charleta habitual: menuda pérdida de tiempo, con todo lo que hay que hacer…
Ni caso.
Respira.
Un minuto.
Mañana dos.
Y al cabo de una semana no serás capaz de renunciar a tus cinco minutos, sencillamente porque la mente estará encantada con ese descanso.
¿A quién no le gusta un reposo? Un momento de paz y tranquilidad, sin mirar las redes sociales, Netflix o lo que sea.
Bueno, hay mucha gente que dice que no le gusta, pero porque está enganchada a la dopamina y aún no se ha enterado.
Una vez que comienzas a meditar, vuelves a ser consciente.
Despiertas.
Y una vez despierto no hay vuelta atrás.
Así que, dedícate un minuto y me cuentas.
Chim pum.
P.D. La imagen destacada es de la página web de Borja Vilaseca, exactamente de un artículo sobre meditación explicado con más enjundia, pero menos divertido, eso ya os lo advierto desde ya (guiño-guiño). Aquí para leerlo.