Sentada en las escaleras miraba a través de los ventanales la ciudad de noche. Apenas quedaba tráfico, ni gente por la calle. Las luces encendidas no dejaban ver el cielo nocturno.

Una Coca-Cola descansaba a mi lado, no recuerdo si era Zero o normal, tampoco importa. Sólo importaba la cafeína.

Se presentaba por delante una noche muy larga. Otra.

Alguien apareció tras de mí. Otro alma en pena, buscando algo con lo que distraerse unos minutos.

Le miré un segundo, lo justo para un buenas noches.

No recuerdo lo que pensaba en aquel momento, sólo en las noches transcurridas y en que tampoco me había dado tiempo a llorar.

Tampoco iba a hacerlo en ese momento.

Suspiré.

Cogí la lata y me fui caminando por los pasillos hacia mi destino nocturno.

Una enfermera sonrió al verme.

• – ¿Te toca otra vez eh?.
• – Ya ves, otra noche juntas.

Siempre había oído a la gente que odiaba los hospitales, después de tres meses por allí, yo seguía sin odiarlo.

Odiaba el calor.

Odiaba estar encerrada.

Odiaba el parloteo de la gente por la mañana.

Pero el hospital seguía sin odiarlo.

Aún no lo hago.

Supongo que quien lo odia es porque le recuerda la propia mortalidad de su existencia.

En los hospitales nace la vida y en los hospitales también acaba.

En los hospitales se ve lo mejor de la humanidad y lo peor también.

Perder a un ser querido no es fácil.

No saber si lo vas a perder o no, tampoco.

Recuerdo el día que me dijeron que apenas quedaban 12 horas de esperanza.

Recuerdo caminar por la calle como un zombi, después de una de aquellas largas noches, y llamar.

Recuerdo la conversación.

Recuerdo ir a mi casa, meterme en la cama y apagar el móvil.

Recuerdo que alguien llamaba a la puerta. Insistía, pero no quería levantarme. Sólo quería dormir.

Recuerdo el milagro.

Alguien murió ese día para que alguien volviera a nacer.

Han pasado 20 años, muchas cosas, pero sigo recordando aquella noche.

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